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Metafísica y operatividad

Ediciones Matrioska

Metafísica y operatividad

Si nos atenemos al estudio académico que la filosofía moderna ha realizado de la metafísica, al menos desde el siglo XVI, lo que observaremos es un primer intento de carácter especulativo que conlleva una clasificación de esa antigua disciplina desde una óptica racionalista, con el intento de reducir la pregunta o la inquietud por el Ser a un efecto psicológico. Las categorías kantianas que modelan los estudios a toda metafísica futura insisten en una clasificación especulativo – racional de naturaleza personal: en el fondo, todo aquello que aduce la presencia racional del Ser se condiciona a la instancia de la especulación individual.

Frente a ello, una serie de estudiosos o de pensadores manifiestan una actitud de rechazo al encorsetamiento racional. No es necesario que atribuyan los fenómenos metafísicos a una voluntad irracional o a una acción de la fantasía, sino a una capacidad de la propia naturaleza humana que, desde el otoño de la Edad Media (circa. Siglo XV) fue siendo apartada de la propiedad gnoseológica como un elemento extraño o ajeno a la demostración científica. Esa capacidad, que se suele denominar supra racional (al menos desde el postulado de René Guénon) incumbe a la materia simbólica, es decir, al lenguaje simbólico trascendental que ha servido de lenguaje formal de las más antiguas ciencias sagradas: la alquimia, la teúrgia, el hermetismo, e incluso, los fundamentos de la religiosidad occidental imbricados en el mismo Cristianismo católico. Con ese lenguaje no se hacía mera referencia a un orden oculto, sino que se operaba de manera práctica dentro de un sistema de símbolos que conllevaban la transformación personal del iniciado en tal orden. Todas esas disciplinas, en su naturaleza más profunda, hacían uso del simbolismo.

Sin embargo, y no por propia decisión de quienes practicaban tales disciplinas, la modernidad actuó de dos maneras bien resumibles: 1) Llevándolas a una dimensión menor de carácter alegórico (como en el arte renacentista); 2) Negándoles toda capacidad de operatividad para resumirlas en capacidades especulativas de caprichoso resultado. La primera actitud conllevó que el simbolismo se adaptase a un campo decorativo – ornamental hasta volverse repetido emblema sin más sentido que el requerido para su fin. La segunda actitud, más profundamente peligrosa, conllevó una acción de ocultamiento que, a fines del siglo XVII, derivaría en elucubraciones personales o en los contraproducentes ocultismos de los siglos posteriores, verdaderos magmas de la multiplicidad de formas parciales expresadas en un lenguaje psíquico de falsa inversión de la espiritualidad. Escuelas, sectas, iglesias particulares; nuevas religiones sincretistas se reprodujeron por obra y gracia de supuestos profetas realmente “contra iniciáticos” que engatusaron a centenares de adeptos con sus propios delirios de deificación personal.

Es por ello que la tarea de recuperación de la verdadera metafísica operativa que iniciara en el siglo XX un importante número de pensadores operativos (Guénon, Schuon, Eliade, Kérenyi, Burckhardt, entre otros) fue considerada como un cachetazo al conocimiento empírico – científico, sector que reaccionó con sorna ante los planteos trascendentales de estos depuradores y continuadores de la más antigua Tradición. Los círculos académicos silenciaron sus obras cuando ya no les resultaba práctica su descalificación siempre almacenada en el principio de la factibilidad demostrativa de lo observable. Con ello quedaba demostrada que la ignorancia de la naturaleza trinitaria del saber (es decir, un conocimiento racional, infra racional y supra racional) escondía una esquemática tarea de tecnificación: todo conocimiento que no moldee la materia física es un artilugio de la infra racionalidad y, por ende, materia del psicoanálisis.

Tras más de un siglo en que los avances científicos han demostrado una enorme capacidad de reeducación del ser humano para adaptarlo al nuevo orden técnico, el redescubrimiento metafísico deviene una reacción sana de una humanidad que ha sido obligada a cortar sus raíces con la dimensión espiritual. Que la postmodernidad ajuste los principios de esa humanidad hacia un vacío de significación y de trascendencia no debe sorprendernos: desligado de toda trascendencia, el ser humano ahoga su anhelo de heroicidad y se subsume en su propia percepción, un espejo narcisista que lo vacía en el propio ego, en el propio subsuelo inconsciente, en el propio deseo de consumo ilimitado, una deificación invertida del ser humano inmerso en inmortalidad mecánica. Cuando la trascendencia se oscurece o se anula, lo que queda es un  autómata adherido a la pulsión inmediata de lo físico. Tiempo de empobrecimiento del espíritu. Tiempo de negar lo dado, para sumergirse en la angustia existencial del hedonismo del  “todo está bien”.  Cuando no se puede alcanzar el placebo material ante ello, se recurre al idiotismo del psicofármaco, o al estupefaciente de los falsos paraísos artificiales. Quizás (y aún mejor, sin “quizás”) la mayor reacción ante esa imposición que beneficia el poder de unos pocos sea leer y profundizar en esos pensadores no admitidos por las cátedras.

 

Por Sebastián Porrini.

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